lunes, 1 de febrero de 2016

Nosotros y el mundo de las series

Por Carlitos

En los últimos años las principales industrias del audiovisual en el mundo han hecho moda y un negocio jugoso con producciones que retratan la mercantilización de la prensa y las campañas electorales, la corrupción, la vulgarización de la política y la inutilidad del sistema democrático capitalista.

Series como House of cards, The News Room y Scandal, documentales como Inequality for all y La historia no contada de los Estados Unidos o filmes como Our brand is crisis y Truth (estos últimos en 2016) son solo ejemplos de una larga lista. Un miniserie danesa de 2010, Borgën, es especialmente ilustrativa de la imposibilidad de la consecuencia política y ética dentro de los límites del sistema.

Pero no hay que ir a la ficción o el recuento; la realidad es muy elocuente. En España, a pesar del entusiasmo que ha generado Podemos, ganó las elecciones el partido que se dedicó durante cuatro años a desmontar el Estado de Bienestar. En Grecia, Syriza demostró que es muy difícil "el reformismo en un solo país" y después de 9 meses de intento de gobierno alternativo, tuvo que sucumbir a ser uno más, siguiendo los dictados del FMI y el Banco Central Europeo. En Estados Unidos está a punto de ganar las primarias republicanas un racista, xenófobo y excéntrico como Donald Trump.

La democracia capitalista, incluso en la "civilizada" Europa y la "poderosa América", es una gran farsa. Es un buen show, nos entretiene, pero es una farsa. En medio de este caos, solo el egoísmo primigenio, la posibilidad de avanzar por ti mismo en un mundo en el que la política no sirve para nada, se mantiene como fuerza cautivadora del capitalismo. El mensaje de las series es elocuente; no importa denigrar del sistema (incluso conviene), porque el capitalismo triunfa ahí donde la verdadera política (aquella que garantiza el bien común) no existe.

Lo que se juega hoy en Cuba es precisamente la capacidad de generar una alternativa que privilegie la política. Necesitamos crear riquezas y repartirlas mejor y rápido, pero el incremento del consumo sin crecimiento espiritual, cultural y político, solo conduce al consumismo.

La peor derrota sería que nuestra gente, en medio de la agonía cotidiana y en espera únicamente de una mejora económica, terminara por defender o incluso exigir aquel sistema que hasta su industria de entretenimiento muestra inservible y decadente.

Más que una posibilidad, es algo que comienza a verse peligrosamente. Lo suicida sería que asociemos esta tendencia a "problemas ideológicos", la "pérdida de valores" o la agresividad del "imperialismo", sin evaluar nuestras faltas en las formas de hacer política, en plantear una alternativa creíble.

En una encrucijada histórica donde se mezclan y acumulan muchos retos, es importante apostar a lo urgente sin quitar la mira en lo necesario. No se trata únicamente de mejorar, sino de hacerlo mejor.

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